Mario Jordi Sánchez. Profesor del Departamento de Antropología Social de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla. Miembro del GISAP (Grupo para la Investigación Social y Acción Participativa). Sus últimas investigaciones se han centrado en temáticas relacionadas con el cuerpo, la movilidad y el deporte, y en estudios relacionados con la exclusión por razón de género, clase social, etnia y orientación sexual.

Decir que los gimnasios son los “auténticos templos” de nuestro tiempo es sin duda una afirmación exagerada. Sin embargo, en el actual proceso de sustitución de referentes sagrados, estos espacios físico-deportivos funcionan como mucho más que lugares dirigidos a intentar cumplir objetivos de transformación corporal. Hoy son, entre otras cosas, lugares de sanación, de socialización, de aprendizaje y de liberación de tensiones múltiples. En unas sociedades en las que los giros vitales pasan en buena medida por la intervención corporal, los gimnasios se convierten en lugares de cambio personal y social: un nuevo sujeto nace y se construye en los gimnasios. Por ello, no es casual que estos espacios se llenen en los inicios del ciclo anual y académico-escolar, momentos de mayor presencia de proyectos de cambio personal, de “propósitos de enmienda”, especialmente cuando se ha tenido tiempo para elaborar reflexiones sobre dichos cambios. Reflexiones por otra parte favorecidas tras los excesos y liberaciones del periodo vacacional. Como un rito de paso que se repite año tras año, esta renovación vital dirigida a mejorar como personas implica “mejorar como cuerpos”. Porque se asume que cambiar de cuerpo es cambiar de vida.

Pero en nuestro entorno cambiar de cuerpo implica en cierta medida reducir los límites de este. Convertirlo, al menos en parte, en un objeto. También en objeto de consumo, en la medida en que los proyectos de transformación corporal son en nuestras sociedades, crecientemente, actos de consumo. Comenzar a “hacer deporte” no solo pasa por empezar a correr, a jugar al vóley, o a caminar, sino por comprarse unas zapatillas, por pagar la cuota de un club o por apuntarse a un gimnasio. La aceptación que en nuestra cultura tiene el deporte y quienes lo practican, combinada con la querencia al consumo, hace que dicha aceptación comience ya cuando se inicia la espiral de consumo deportivo. Cuando alguien dice que se va a apuntar a un gimnasio ya es, en parte, deportista. Aún no se ha apuntado, ni siquiera ha vestido su chándal: dice que lo va a hacer. Pero ya “es deportista”, sencilla y llanamente, porque se preocupa por serlo, y sobre todo, porque consume deporte. Bajo esta óptica, parece que el consumo nos redime, nos reelabora como seres libres. En buena parte porque nos da la libertad de construir nuestro propio yo a partir de decisiones rápidas e intrascendentes, en parte porque nos proporciona un placer-refugio, liberador del peso de la responsabilidad que se nos impone como individuos, crecientemente, en la vida diaria. Pero las consecuencias alienantes también se perfilan. Autores como Lipovestky (2006) afirman que nos encontramos en una sociedad postdisciplinaria, en la que es el individuo el que asume el control que antes ejercían otras figuras de autoridad colectiva. Un individuo que reclama la posibilidad de construir su propia trayectoria vital y también su propia imagen corporal a través de sus posibilidades de acceso a los recursos y a la información. El resultado obvio sería la conformación de una cultura del individualismo anclada a los rigores del capitalismo, consumista y narcisista. Sumado a este marco de autocontrol, se plantea la estrecha vinculación del ejercicio físico con la dictadura de la salud. Emerge el salutismo como ideología, que combinado con el individualismo, supone responsabilizar al individuo del devenir de su propia salud, centrando en él todas las posibles intervenciones y alternativas para construir una persona sana. De hecho el culturismo en sus orígenes fundacionales, hace más de cien años, se nutre de esta tendencia por la cual se asocia imagen sana con imagen musculosa, en la que se enuncia al músculo como epítome de salud.

Sin embargo, pese a todo lo anterior, sería demasiado ingenuo pensar que todas las lógicas por las que los individuos se acercan a los proyectos de transformación corporal pasan por el tamiz del consumismo, del narcisismo y del salutismo. El culturismo por ejemplo sería el protagonista, en todo momento y lugar, de la dictadura de la normalización de cuerpos, del propio mercado y de la reducción de la salud a la imagen. Pero el acercamiento en profundidad a este universo, más allá de los estereotipos y de las simplificaciones, revela un complejo mundo en que se perfilan múltiples lógicas, prácticas y significados. Un claro ejemplo es el culturismo gay. Curiosa combinación de un colectivo y una práctica deportiva afectados, en distintas dimensiones y rumbos, por la minusvaloración social y la sospecha. Un ejemplo de ello es la vigorexia, reconvertida para este caso de enfermedad en estigma social. No es casual que en documentales y en no pocos escritos, tan superficiales como descontextualizados, aparezca el mundo gay como uno de los protagonistas en esta protoenfermedad, en fase de construcción desde el poder biomédico, sumando su estrecha relación con el consumo, supuestamente generalizado y acrítico, de sustancias dopantes. Algunos especialistas (como Dutton, 1995) recuerdan además, la asociación preocupante que, a partir de los años 90 se produjo en el universo gay entre la necesidad de un cuerpo “bien construido” y la evitación de una delgadez extrema, en la medida en que esta pudiera asociarse socialmente con el sida, nuevamente no solo como enfermedad sino como estigma social. Más recientemente, el culturismo como práctica asumió en el mundo gay también un carácter preventivo: se empleó como herramienta para la mejora del sistema inmunitario, en concordancia con los orígenes fundacionales de este deporte, en el que se vinculaba imagen sana con imagen musculosa.

Pero además de las configuraciones estigmáticas, suelen pasarse por alto con excesiva frecuencia las connotaciones de este deporte no solo como potencial herramienta de construcción corporal, sino como una verdadera artesanía del propio cuerpo que exige constancia, esfuerzo, sentido estético y grandes dosis de información, entre otros aspectos. El cuerpo ya no se plantea como un simple objeto, sino como el eje central de una transformación creativa, la síntesis de la creación de un modo de existencia y de vivir. Cierto es que, en buena medida, es en el mundo gay el deseo, en su potencial evocador, el que orienta poderosamente el rumbo de esta transformación. El paralelismo con la propia historia del culturismo es claro. Ya desde las primeras revistas culturistas, como la estadounidense Physical Culture, publicada por primera vez en 1899, se evidenció su buena acogida entre entusiastas del ejercicio físico, de la nutrición y de la salud. Pero de su alcance social no puede descontarse su potencial homoerótico, por su continua exposición de fotografías de cuerpos semidesnudos que mostraban avances musculares y una lectura concreta de la belleza masculina, procurando el primer impulso al potencial pornográfico de las revistas producidas en masa. Por supuesto, la negación de cualquier asociación con la homosexualidad era tan recurrente entre los promotores de estas revistas en aquellos momentos como lo era la excelente acogida que tenían estos ejemplares entre el público gay, hasta el punto de que se convertirían en parte constituyente de la cultura gay norteamericana. De hecho, ya en 1955, mientras la tirada de la primera revista de temática abiertamente gay One era de 3.000 ejemplares, Physical Culture alcanzaba más de un millón de copias. Poco después, en 1963, nace en España la primera revista que se conoce de temática culturista: Las Pesas. Instrumento indispensable para la emergencia de este deporte en el difícil contexto español de la época, que dificultaba su avance no solo por el reto estético a la moral imperante de algunas de sus portadas, sino por otros aspectos como las trabas a las reuniones sociales impuestas por el franquismo, que evitaba la organización de competiciones culturistas. Ello hizo que estas tuvieran que realizarse por correspondencia, entre candidatos que enviaban sus fotos a la revista. Con todo, la historia de la asociación entre el mundo gay y el incipiente culturismo en España está aún por escribir, y más aún en los modos disímiles en los que ambas esfera  estuvieron sometidas a la represión.

En fechas más recientes, el modelo de cuerpo culturista gay ha ido distanciándose de los excesos estéticos que ha marcado el culturismo en su vertiente de competición (¿qué competición deportiva en su máximo nivel no tiende al exceso?) dirigiéndose así más hacia el modelo atlético, pero sin perder el potencial provocador del músculo en su hipertrofia, por sus connotaciones a la vez deseables y a la vez escandalizadoras, en cierto punto grotescas, síntesis de lo queer. En este sentido, dentro de la necesidad de redefinición continua de sus identidades, en cuanto a su cuerpo vivido, este colectivo (si es que puede hablarse de colectivo y no más bien de pluralidad) ha conseguido a la vez reinventarse, renegar del encasillamiento, diversificar sus estéticas (la atlética es solo una de ellas) y en este caso, apropiarse de uno de los signos presumiblemente más sólidos de la masculinidad, como es el músculo, redireccionándolo hacia el deseo y al placer. Sacándolo del cerrado armario de la individualidad y la función y llevándolo a la colectivización y al disfrute. Afanándose en sortear las victimizaciones y estigmas heterosexistas. Todo ello, sin duda, mucho más que un simple acto de compra o una fácil y complaciente mirada al espejo.