En mi tarda adolescencia ya no podía negar que las preferencias afectivas y sexuales hacia las personas del mismo sexo eran cada vez más claras. En esa época, después de haber rechazado durante años lo obvio, llegué a plantearme una idea muy simple. Igual era bisexual.

A mirarlo en perspectiva, desde el momento actual, esa idea era simplemente una manera para permitirme acercarme a la homosexualidad y a todas las consecuencias que conllevaba: sustituir gradualmente a esa confusión inicial la exploración del ambiente gay y de sus contradicciones, y llegar a integrar todo en una identidad suficientemente estructurada y flexible. Mi manera personal de vivir la homosexualidad.
En este proceso encontré bastante informaciones sobre las personas gais. Cómo diría una guía estándar para hombres homosexuales, había asociaciones, bares, cruising e, incluso, saunas. Esas informaciones podían ser correctas o incompletas, superficiales o sorprendentes. Pero las había. Eran los años ‘90.

A la hora de abordar el tema de la bisexualidad, mi primera pregunta tiene que ver con el nivel de accesibilidad a la información que la sociedad facilita a las personas bisexuales hoy en día. Hablamos de modelos y referentes, herramientas educativas, películas, personas conocidas directamente o indirectamente. Historias con las cuales confrontarse. Personalmente pienso que este nivel de accesibilidad sigue siendo muy bajo. Independientemente de los resultados del informe Kinsey, la bisexualidad sigue representando un terreno denso de prejuicios y de fáciles estereotipos reafirmados tanto por homosexuales como por heterosexuales. “Nosotros, por lo menos, tenemos las ideas claras” suele decir cierta gente; “solo es una fase” suele decir otra. Como si estar allí, en el medio, fuera algo demasiado complicado ya que va más allá del blanco y del negro.

Según último informe del Pew Research Center, que considera una muestra de 1200 personas LGTBI solo un 20% de la población bisexual admite que su orientación sexual es una parte importante de su identidad, frente a un 48% de gais y a un 50% de lesbianas.

Creo que este resultado puede ser un buen punto de partida para la reflexión, y que esa diferencia tan radical podría estar precisamente relacionada con el nivel de accesibilidad a la información sobre lo que significa ser bisexual en la actualidad, y con sus consecuencias.

Definiremos la identidad como la narración que una persona hace de sí misma mediando entre experiencias, necesidades e informaciones accesibles. Cada persona dará a los distintos aspectos el peso que le parezca más apropiado. Por ejemplo, yo podría ser bisexual y católico, pero en la narración que hago de mí sobre cada una de esta dos informaciones podría tener más importancia o más estabilidad. Ser católico podría ser tan relevante como para frenarme a la hora de tener relaciones sexuales con personas de mi mismo sexo (“me hace sentir culpable”) o podría ser un aspecto que va gradualmente perdiendo peso frente al otro (“soy católico pero no creo que esto tenga que ver con mi vida sexual”).

Una identidad bien estructurada es una narración en la cual hay elementos más estables, elementos menos estables y cierta apertura al cambio. En este caso la persona está constantemente en un proceso de crecimiento personal y consigue utilizar las contradicciones como posibilidad para construir una narración sobre sí misma siempre más completa.

En esta narración la orientación sexual puede tener mayor o menor relevancia. Si yo vivo en un contexto social en que ser homosexual o bisexual no tiene más importancia que ser rubio o moreno, tal vez ese aspecto no será tan relevante. Pero si yo vivo en un entorno en el que las posibilidades de la homosexualidad y de la bisexualidad no son contempladas, o son condenadas, o se han visibilizado después de años de lucha, cabe la posibilidad que mi orientación sexual se convierta en una cuestión esencial a la hora de definirme y que, incluso, pueda llevarme a cambios muy destacables.

Hablaremos de una identidad rígida cuando la narración que hago de mí no permite cambios. Pongo límites. Podría imponerme tener solo sexo ocasional con personas de mi mismo sexo. Podría decidir que nunca voy a hablar con nadie de mis preferencias sexuales. Podría aceptar mi homosexualidad pero convirtiéndome en un estereotipo y frecuentando personas que comparten sólo y exclusivamente ciertas características. A la hora de evitar confusiones y contradicciones, podría elegir el camino seguro, intentando mantener el control. El precio de esta alternativa es el crecimiento personal. Sigo haciendo siempre lo mismo, y no aprendo. Y cuanto más repito las mismas conductas, más se convierten en rituales vacíos. Frente a mi escasa capacidad de ser flexible, la frustración aumenta.

Hablaremos de una identidad difusa cuando no hay suficientes elementos estables en la narración que hago de mí, y por eso estoy totalmente expuesto al cambio. Si frecuento gente heterosexual, seré heterosexual. Si estoy con gente homosexual, diré que soy homosexual. Pero en el fondo podría tener solo una gran confusión, y de repente un día es cómo si ni siquiera supiera cuales son los valores, las preferencias y los principios que me definen, ya que siempre los decidieron los demás.

Hablaremos de una identidad fragmentada cuando frente a la imposibilidad de integrar distintas partes de mí, cada una empieza a tener cierta autonomía. Seguramente es este el mayor riesgo a largo plazo para una persona que no consiga satisfacer sus necesidades emocionales. Hablamos de hombres y mujeres que podrían vivirse en situaciones distintas como personas radicalmente diferentes. Ese buen padre de familia que cumple con todas las obligaciones sociales y que, de repente, se encuentra en una sauna tres veces a la semana, sin entender que está pasando. Esa mujer que pasa horas en frente al ordenador chateando con una chica y perdiéndose en un mundo de fantasías románticas sin considerar la posibilidad de conocerla en persona. La clave para entender este estado es la incoherencia: no podrían explicar el porqué de sus actos.

A la hora de trabajar con mis pacientes, me planteo muchas veces el tema de la identidad. Buscaron un psicólogo gay: tal vez estaban demandando cierto acceso a recursos e informaciones para entenderse mejor y para entender mejor su orientación sexual. Esta cuestión es particularmente importante a la hora de trabajar con personas bisexuales. Y no por el hecho de que lo sean sino, simplemente, porque a veces para estas personas es más complicado encontrarse y definirse en un mundo culturalmente acostumbrado al blanco y al negro; sobre todo si no encontraron nunca situaciones que les facilitaran la posibilidad de explorar y explorarse.

Cómo me comentó en una ocasión un paciente: tengo miedo. Ahora que decidí separarme de mi mujer, ahora que tendré que empezar a salir, y que me apetecería frecuentar chicos, tengo miedo. Siento no poder encajar y siento que he perdido mucho tiempo. Hasta ahora no llegué a plantearme nunca la posibilidad de una relación con un hombre. Hice todo lo posible porque solo fuera sexo. Y ahora me planteo si tendría las capacidades de frecuentar a un chico, y conocerle. Me cuesta mucho imaginarlo, nunca me permití hacerlo. Y tal vez llegado a este punto tengo miedo de no ser capaz.

Denis Pascon

Psicólogo clínico y psicoterapeuta, a lo largo de los años se ha especializado cada vez más en las temáticas del mundo LGTBI. Ha colaborado en el ámbito científico con el DPSS de la Universidad de Padova en investigaciones cognitivas sobre Stereotype Threat, etiquetas y prejuicios sociales. Ha trabajado en el ámbito clínico como psicólogo en terapia individual y de grupo. Actualmente es socio de la Asociación EMDR España y miembro de la 44 Division, el grupo del American Psychology Association dedicado al estudio de la población gay, lesbiana, bisexual, transexual e intersexual, y a la buena praxis clínica en este ámbito. http://www.apadivision44.org/