“Gueto” es una palabra de origen italiano que se ha extendido a todas las lenguas y que tomó su mayor expresión dolorosa en la época nazi. La Real Academia da tres definiciones, y nos interesan las dos últimas: “barrio o suburbio en que viven personas marginadas por el resto de la sociedad” y “situación o condición marginal en que vive un pueblo, una clase social o un grupo de personas”. “Gueto” se llamó durante mucho tiempo —y se sigue haciendo de una manera residual— a los barrios de las ciudades en los que se concentraban los locales gays y en los que éstos se atrevían a comportarse con una cierta naturalidad. En Madrid, por ejemplo, era posible —aunque raro— encontrar en los años 80 a dos homosexuales cogidos de la mano en las calles de Chueca, pero era impensable que más allá de los límites de esa zona de seguridad lo hicieran. Hoy, en 2015, Chueca sigue siendo el barrio gay, sigue concentrando la mayoría de locales especializados, sigue recibiendo a visitantes y turistas, pero en la Gran Vía o incluso en un barrio de la periferia es relativamente fácil cruzarse con dos homosexuales que no esconden su relación.

Un “gueto” no es un sitio donde uno se reúne con sus iguales o con la gente con la que comparte cosas. Un “gueto” es un espacio del que uno no puede salir si no es negando su propia identidad. En Varsovia o en Cracovia, los judíos podían estar fuera del gueto sólo si conseguían convencer a los nazis de que no eran judíos. No podían entrar y salir de la zona alambrada a voluntad. No eran libres de seguir siendo judíos donde quisieran.
Chueca era antes un gueto. Hoy no lo es. Philip Roth, por otro lado, dice que la vejez es una masacre. Que a partir de una determinada edad —más o menos matizada dependiendo de las condiciones físicas de cada cual—, eso que hemos llamado vida durante toda la vida deja de ser vida.

En sus novelas se cuenta obsesivamente la historia de personajes que siguen teniendo el deseo de la juventud y que siguen venerando a los jóvenes, pero que han perdido la capacidad de acompasarse con ellos. Personajes que sienten la lujuria pero que no pueden tener una erección. Personajes que han medido la distancia que les separa de la muerte y no son capaces ya de continuar enmarañados en el enredo del mundo como lo estaban antes.
Digo todo esto porque creo que es necesario desdramatizar lo que ya de por sí es dramático. Los guetos gays en las grandes ciudades no son ya guetos —o no lo son como lo eran antes—, sino zonas a veces en exceso cools donde se reúnen aquellos que quieren reunirse. Ya no hay una línea imaginaria en la que una pareja deba soltarse de la mano para poder atravesarla sin miedo a ser vilipendiada. Los bares gais existen porque son instrumentos eficaces, como existen —si se me permite la simplificación— las peluquerías de señoras y las peluquerías de caballeros, los restaurantes orientales y las peñas de fútbol. Uno puede ser gay en una discoteca heterosexual y hacer ostentación de ello, pero va a tener menos posibilidades de ligar. Un bar gay de 2015, en fin, no es un bar gay de 1985.

Ser viejo es, en las sociedades en las que vivimos, una tragedia. (Yo, no obstante, pienso que ser viejo es una tragedia siempre, en cualquier tipo de sociedad, porque te hace estar cerca de la muerte y porque te merma las facultades físicas e intelectuales que te definen como libre). Ser viejo sin hijos, sin nadie que te cuide aunque sea desde lejos, es una tragedia redoblada. Incluso si tienes amigos, éstos se van muriendo o no están en disposición de mantener el trato social que mantuvieron antes. Llega un día en que muchos, heterosexuales u homosexuales, se vuelven dependientes. No son capaces de valerse por sí mismos. Y necesitan ayuda.

Hace algo menos de dos años tuve la ocasión de escribir sobre el primer centro europeo dedicado a la tercera edad LGTBI, creado en Suecia. Una residencia de ancianos diseñada para gays. A muchos les pareció entonces que aquello era una vuelta al pasado, un regreso al gueto, una marginación consentida e infamante. A mí, en cambio, me pareció un signo de progreso y de normalización. A los problemas diferentes hay que darles respuestas diferentes, sin complejos.
La vejez es una masacre y nadie evitará que así sea. En un homosexual de 80 años que necesite asistencia y un heterosexual de 80 años que también la necesite, no habrá, a mi juicio, diferencia de sufrimiento sustancial. La vejez iguala bastante las vulnerabilidades. Casi tanto como la muerte iguala los destinos.

Los homosexuales españoles que tienen ahora 80 años están más expuestos a la desdicha que lo que estaremos a su edad los que tenemos en torno a 50. Ellos vivieron siempre al margen, en la periferia, en la oscuridad, y tuvieron pocas posibilidades por lo tanto de crear un entorno social que les resultara protector. Los que tengan dinero, podrán conservar una dignidad octogenaria haciéndose acompañar por alguien a sueldo o ingresando en una residencia floreada —gay friendly o no— donde les atiendan convenientemente. Los que no lo tengan, en cambio, estarán condenados a una soledad más o menos lacerante. Es decir, como la mayoría de los heterosexuales. La diferencia importante, a mi modo de verlo, no es la condición sexual, sino la económica.

Envejecer no es volver al armario: es volver a la nada. Las leyes sociales —con discriminación positiva incluida— son necesarias, y cualquier acción que las administraciones públicas puedan poner en marcha para compensar a aquellos que por razones históricas fueron desfavorecidos tendrá el sello virtuoso de la justicia. Pero no caigamos en el error de creer que todo puede enmendarse políticamente y que todos los males tienen una causa social. Como decía Marguerite Yourcenar en Memorias de Adriano—y a mí me gusta siempre repetir—, aunque acabáramos con las guerras, con la violencia y con la marginación, siempre seguirían existiendo la soledad, el desamor o el miedo a la muerte. Siempre seguiría existiendo la vejez.
La reivindicación de justicia histórica nunca será excesiva, de modo que hay que alumbrar con toda la luz de la que seamos capaces a esos hombres y mujeres que hace décadas vivieron en un gueto real y que ahora, por esa fragilidad de entonces que el paso del tiempo ha envenenado, tienen tal vez más zonas oscuras. Pero no confiemos en que eso resuelva lo importante. Lo importante no tiene solución. La vida siempre acaba mal.

Luisgé Martín Luis García Martín (1962)
Escritor madrileño conocido como Luisgé Martín. Entre sus obras más destacadas caben mencionar, La muerte de Tadzio. Alfaguara. Premio Ramón Gómez de la Serna (2000), Los años más felices (relato). Fundación de los Ferrocarriles Españoles. Premio del Tren 2010, Los dientes del azar premio Vargas Llosa NH de relatos 2012 Donde el silencio. Imagine Ediciones. VIII Premio Llanes de Viajes 2013., 2002: El alma del erizo (relatos). Alfaguara (2002), Los amores confiados. Alfaguara (2005), Las manos cortadas. Alfaguara (2009), La mujer de sombra. Anagrama (2012), La misma ciudad. Anagrama.(2013), Todos los crímenes se cometen por amor. Salto de Página.(2013).

En su obra La muerte de Tadzio, nos ofrece una visión del paso del tiempo en la vida del adolescente polaco cuya belleza fascinaba a Gustav Aschenbach en La muerte en Venecia, la obra cumbre de Thomas Mann publicada en 1913 . Tadzio es en ella un anciano, decrépito y a punto de morir -también a consecuencia de la peste, como Aschenbach-, y se organiza como una larga y minuciosa carta dirigida a un tenor, Fornari, haciendo un recorrido por su vida repleta de relaciones homoeróticas, de modo que el paralelismo entre el Tadzio viejo y el anciano Aschenbacles sólo es aparente, Declaraba Luisgé al publicitar en el año 2000 esta obra que siempre le han atraído “los estragos del paso del tiempo”. Un asunto en el que ya se adentraba en sus anteriores obras pero que en esta, incluye interesantes reflexiones sobre el sexo promiscuo, salvaje y morboso; la obsesión por la belleza física, el envejecimiento y la muerte.