Adorno nos traslada la expresiva imagen de la utopía como recuerdo de lo que no fue respecto de lo que ya ha sido; pero que podría llegar a realizarse en una futura sociedad en la que se lleven a cabo las posibilidades negadas por las sociedades del pasado.

En la lucha contra la injusticia expresada en la conquista social de nuevos derechos humanos, entendidos como “derechos en serio”, la realización de la utopía en clave de transformación de las posibilidades históricamente negadas en posibilidades realizables ha guardado una importante relación con el ámbito del arte y de la literatura.

En el año 1852, cuando la escritora Harriet Beecher Stowe publica “La cabaña del tío Tom”, faltaban 102 años para que el Tribunal Supremo de los Estados Unidos dictara la sentencia que derogó la legislación que imponía la segregación racial en la educación pública -caso Brown v. Board of Education of Topeka (1954)-. Sin embargo, la novela expresaba inequívocamente la injusticia de la segregación racial en la sociedad norteamericana. Al denunciar como una posibilidad negada la igualdad jurídica de los afroamericanos, “La cabaña del tío Tom”, como nos recuerda Martha Nussbaum, contribuyó a abordar la abolición de su segregación como una injusticia reparable en una medida equiparable, por complementaria, a las declaraciones de la XIV Enmienda; su contribución fue, precisamente, la de vislumbrar como derecho vivo lo que, aún, en la sociedad americana se vivía como utopía.

Me parece, por eso, muy acertada la propuesta de Gehitu al presentar el monográfico “Inmigrar por amor, huir para amar” en coincidencia con la celebración del Zinemaldia. Porque, hoy, es en los géneros artísticos audiovisuales donde se anticipa la utopía que puede convertir el recuerdo de las posibilidades negadas en proyectos de superación de las injusticias reparables.

Atendiendo a esta deuda con lo cinematográfico, confío en que la historia que paso a relatar facilite a quien la lea el marco de referencia para recrear la reflexión del texto en el ámbito del derecho a la reagrupación de las parejas y de las familias cuyos miembros hubieron de huir para amar.

El pasado 26 de junio, el Tribunal Supremo de los Estados Unidos, por apretada mayoría de cinco contra cuatro de sus miembros, declaraba inconstitucionales, por vulneración de la XIV Enmienda, las leyes reguladoras del matrimonio de los Estados de Ohio, Tennessee, Michigan y Kentucky; y establecía, como máximo intérprete de la Constitución de los Estados Unidos, que la misma “no permite que los Estados (federados) prohiban a las parejas del mismo sexo contraer matrimonio en los mismos términos y condiciones establecidas para las parejas de distinto sexo”.

La razón de decidir del Tribunal Supremo se sintetiza en tres proposiciones:
 
A) La noción de libertad en la que se funda la Constitución (XIV Enmienda) incluye el reconocimiento como derechos fundamentales de aquellos que permiten a las personas adoptar opciones que, en el ámbito de la Ley, definen el núcleo de la dignidad individual y la autonomía personal; entre ellas  se encuentran las opciones íntimas con las que se expresa la identidad sexual;

B) Esa libertad constitucionalmente garantizada ampara a quienes ejercen la opción de casarse con persona de su mismo sexo y pretenden que ese matrimonio sea considerado legal en los mismos términos y condiciones que el matrimonio heterosexual.

C) Los cuatro principios que determinan la protección constitucional del derecho fundamental al matrimonio lucen, con igual fuerza, en el casamiento entre dos personas del mismo sexo, a saber:

a) ningún Estado de la Unión puede restringir el derecho individual, íntimo e inherente a la autonomía de cada persona, a elegir libremente pareja;

b) el derecho al matrimonio ejercido mediante una promesa duradera sustenta, como ningún otro, la institución de la familia en nuestra sociedad ya que el matrimonio se funda en la unión de dos personas que se proponen promover su recíproca felicidad dándose satisfacción emocional, dedicación recíproca y promesas de apoyo en tiempo de necesidad;

c) el matrimonio (entre dos personas, de distinto o igual sexo) facilita la permanencia y estabilidad de la pareja en el interés de los hijos, ya sean biológicos o adoptados;

d) por la misma razón que quienes integran la pareja prometen apoyarse mutuamente, la sociedad y el Estado aceptan apoyar a quienes contraen matrimonio ofreciéndoles, respectivamente, el reconocimiento simbólico y las prestaciones materiales dirigidas a proteger y sostener su unión.

En consecuencia, declara el Tribunal Supremo que, en el ámbito de la igualdad ante la Ley, el Estado debe otorgar a quien se casa con persona de su mismo sexo la completa protección garantizada por la Constitución al ejercicio del derecho al matrimonio, con igual fuerza que la dispensada a los derechos fundamentales considerados como inherentes a la persona y a su dignidad por ser esenciales para el logro ordenado de la felicidad de las personas libres.

Con razón se ha señalado que esta sentencia, al reconocer que el matrimonio entre dos personas de igual sexo constituye un derecho fundamental expresivo de los principios de libertad y de igualdad ante la Ley, establece un hito en la función de los derechos humanos como identificadores de las injusticias reparables. Un hito que enlaza y desarrolla el vuelco dado a la interpretación de la XIV Enmienda en la década de los años cincuenta; la sentencia abolitoria  de la educación separada por razón de raza que resuelve el ya señalado caso Brown v. Board of Education of Topeka, sería expresiva de la nueva línea jurisprudencial.

No es de extrañar, por ello, que la polémica suscitada por la sentencia de 26 de junio de 2015 se haya teñido de agrias descalificaciones hacia los cinco jueces que integraron el voto decidente, con imputaciones de “activismo judicial” y hasta de “golpe de Estado judicial”.

Resulta ilustrativo contraponer las dos posiciones que, en la propia sentencia, definen el núcleo de esta polémica.

En la posición contraria expresada en los votos particulares, se invoca, desde la lógica jurídica formal, que no puede admitirse como razonable que durante los 135 años transcurridos desde la ratificación de la XIV Enmienda hasta la primera ley que, en Massachusetts año 2003, permitió el matrimonio homosexual, cada Estado violara la Constitución al seguir “el juicio asumido pacíficamente por todas las generaciones y todas las sociedades”.

De manera alternativa, en la sentencia aprobada por la mayoría -desde la comprensión del derecho como una realidad histórica, viva y dinámica- se sostiene que el método seguido para incluir el casamiento entre personas de igual sexo en el derecho fundamental a contraer matrimonio, “… Respeta nuestra historia y aprende de ella sin permitir que sea el pasado el que, en exclusiva, regule el presente”; subrayando, a partir de la experiencia de las sociedades en la historia, que “La naturaleza de la injusticia comporta que nosotros no siempre podemos descubrirla en nuestro propio tiempo presente”.

En el combate de la libertad y de la igualdad contra la injusticia, respetar y aprender de la historia no puede confundirse con que sea la historia la que inexorablemente regule el presente; quien así lo cree olvida que lo propio de la injusticia es que, en el tiempo en que su presencia domina el presente, no la veamos como tal; o, aun viéndola, no la consideremos como injusticia reparable.
Esta bella proposición define el sentido de la argumentación de la sentencia de 26 de junio de 2015 y permite comprobar la vigencia, en el ámbito del reconocimiento de derechos humanos emergentes, de la cuestión de las “posibilidades negadas” que da título a este artículo.

El matrimonio entre dos personas de igual sexo ha sido, sencillamente, la posibilidad negada por quienes, en otro tiempo, decidieron –como expresamente señala el voto particular- que la institución del matrimonio “…Surgió de la naturaleza de las cosas para satisfacer la necesidad vital de asegurar que los hijos fueran concebidos por una madre y un padre ….”.

Toda determinación es negación, nos había dicho Spinoza ya en el siglo XVII. La determinación que históricamente definió el matrimonio como la unión de un hombre y una mujer situó en el núcleo de la institución un parámetro de neta desigualdad jurídica entre ambos: el estatus de la esposa quedaba definido desde la condición de madre supeditada al esposo en todo lo que excediera de la reproducción y la crianza de la prole. Recordemos que, en España, hasta la reforma del Código Civil de 1975, la mujer casada debía obediencia al esposo y carecía de capacidad de obrar en la administración de los bienes del matrimonio; por lo que requería de licencia marital para adquirir y enajenar bienes, así como para contratar, salvo el llamado “poder de las llaves” para el consumo familiar y los negocios domésticos; a pesar de la proclamación constitucional de la igualdad ante la Ley, hubo que esperar a la reforma del Código Civil de 1981 para que se estableciera el principio de cogestión de los cónyuges sobre los bienes gananciales.

La reparación plena de la injusticia expresada en el estatuto de la supeditación al marido de la mujer casada en España se obtuvo, finalmente, en el año 2005. Precisamente, en la reforma del Código Civil que recoge la posibilidad históricamente negada de que el matrimonio sea celebrado entre personas del mismo o distinto sexo con plenitud e igualdad de derechos y obligaciones. Es entonces cuando, por primera vez, se recoge en el Código Civil la prescripción central para el restablecimiento de la posibilidad negada: “Los cónyuges son iguales en derechos y deberes”.

Podríamos preguntarnos, remedando el argumento del voto particular, si desde 1804 en que se promulga el Código Civil napoleónico que define el matrimonio desde el principio de manifiesta desigualdad jurídica de los cónyuges hasta 1977, en el caso español, esa situación expresaba “el juicio asumido pacíficamente por todas las generaciones y todas las sociedades”.

La mera lectura de Madame Bovary, la novela publicada por Flaubert en 1857, nos aportará la evidencia de que la esposa Bovary era plenamente consciente de las posibilidades negadas a la mujer casada acerca de sus sentimientos y de la función de la mujer en la familia y en la sociedad. El estatuto napoleónico de la esposa en el matrimonio no se explica desde la naturaleza de las cosas sino desde el poder del legislador para determinar las posibilidades realizables y, en consecuencia, las posibilidades negadas.

A su vez, son las mujeres Bovary que leyeron la novela de Flaubert quienes acabaron construyendo lo que se inició como una realidad imaginada; son las personas quienes, a partir de la realidad primero imaginada desde la literatura, el arte y, también a veces, el Derecho, acaban creando su propia experiencia. Una experiencia que cuando prende en la cultura como una utopía realizable acaba definiendo un horizonte de sentido dispuesto a disputar y a sustituir el sentido dominante que, hasta entonces, hacía ver la injusticia como producida “por la naturaleza de las cosas”.

La Ley y el Derecho, siguiendo la clasificación de Popper, forman parte del mundo de los contenidos del pensamiento, de los productos de la mente humana y no del mundo de “las cosas”, de las realidades físicas que son experimentales, medibles y registrables; ni, si quiera, del mundo de los estados mentales.

Precisamente porque el Derecho es un producto de la mente, sus normas están sometidas al principio de falsación por el que el error, en términos de injusticia legal, se convierte en fructífero, en fecundo, si los juristas mantenemos la tensión en la lucha incansable porque el buen Derecho se abra paso como la vida.

La lectura deóntica –desde los valores y principios- del Derecho vigente crea un marco situacional que involucra a los aplicadores de la Ley en la determinación de las posibilidades superadoras de las injusticias. Singularmente, la comprensión las normas constitucionales que establecen la Carta de Derechos Humanos y Libertades Públicas desde el horizonte de sentido de la libertad, de la igualdad y de la solidaridad, permite mantener el Derecho en el ámbito de la realidad social que se abre paso porque es portadora del recuerdo de lo que no fue pero podría realizarse en un futuro más justo.

Juan Luis Ibarra
Licenciado en Derecho por la Universidad de Deusto y doctorado por la Universidad pública vasca (UPV/EHU), donde ha ejercido docencia como profesor titular de Derecho Administrativo y Ciencias de la Administración. Preside ininterrumpidamente el Tribunal Superior de Justicia del País Vasco (TSJPV), desde el 10 de mayo de 2010, del cual es magistrado desde hace 22 años, y en el que presidió la Sala de lo Contencioso Administrativo durante siete años antes de asumir la presidencia. Además ha ejercido en todos los estamentos judiciales de esta comunidad autónoma, y participado en foros internacionales sobre Derechos Humanos, prestando servicios para Naciones Unidas y la Unión Europea. Entre otros cargos destacados también fue secretario del Ministerio de Justicia y ejerció de Director de Codificación y Cooperación Jurídica Internacional del citado Ministerio.