Si has nacido después del 80, perteneces a la cuarta generación de héroes homosexuales.
Los ha habido que han luchado y han muerto en contra de los absolutismos de inicios del siglo XX, otros que se han peleado por tu visibilidad, por tus derechos civiles y por tu colear en una carroza del Orgullo mientras la mayor pandemia del siglo pasado hacía estragos en ellos. Dejándonos sin «padres». Y sin abuelos. Eso sí. Si alguien queda por ahí, se le condena a la invisibilidad. En sus cuerpos arrugados vemos el fantasma de nuestro inexorable futuro.
He escuchado dentro del ambiente la expresión «marica mayor» acompañada, muchas veces, de señas de desprecio. Sin nietos que dejarles, ¿para qué preocuparnos?
Nosotros somos heroicos también, a nuestro modo. Somos los soldados de una guerra jugada a golpe de selfie (y filtros) a la materia grasa, a las canas, a las arrugas. Horas de gimnasio, rayos UVA, la tentación de un ciclo, tintes para (todo tipo de) pelo, zapatillas y chándales de moda entre los adolescentes para celebrar la edad del daddy pavo.
No es nada nuevo. «Quant’è bella giovinezza, che si fugge tuttavia! Chi vuol esser lieto, sia: di doman non c’è certezza» (Qué hermosa la juventud, que se escapa, sin embargo. Quien quiera alegría, sea: de mañana no hay certeza), decía Lorenzo el Magnífico en 1450.
Más de 550 años después, la juventud sigue siendo algo muy preciado y la vejez algo a combatir. En esto, también, los gais hemos sido unos adelantados, cogiendo turno en la cola para el cirujano estético, el personal trainer y el nutricionista.
Lo que no hemos tenido en cuenta es que pertenecemos, a partir de ahora, a las primeras generaciones de homosexuales que viven la «utopia» de las anteriores: podemos casarnos, tener hijos, hablar de nuestros cuernos en Sálvame (el mayor hito, diría yo), envejecer.
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