Acababa llegar a casa del trabajo y sonó el teléfono. Al otro lado de la línea, la voz un amigo hizo que aquel instante saltara por los aires cuando empezó a desbrozar, entre sollozos y susurros nerviosos, los detalles de una historia que era incapaz de entender y que giraba en torno a que alguien quería matarle.

Intenté desesperadamente razonar con él para poner orden en sus palabras. Fui incapaz. En su voz había dolor y mucho miedo; pero muy poco sentido. Me rogó que fuera a rescatarle. Él en ese momento no estaba en España. Trabajaba temporalmente fuera y no hacía mucho que se había mudado. Yo no conocía a nadie donde entonces vivía y no sabía a quién recurrir para intentar poner cara a todo aquello. No recuerdo el tiempo que estuve al teléfono. Le hice todo tipo de preguntas. Y cada una de sus respuestas me devolvía la pieza de un nuevo puzle imposible de resolver. En un momento dado me dijo que tenía que cortar. Que me esperaba. Que fuera a por él. Que no le dejara solo porque le matarían.
Busqué en sus emails. Creía recordar que en alguno de ellos estaba escrito el móvil de uno de sus hermanos. ¡Por fin algo de luz! Di con el número y le llamé.

La familia había hablado con mi amigo. Estaba al tanto de todo. No me conocían mucho y empezamos la conversación con una evidente falta de confianza por su parte. Se resistían a hablar con franqueza; pero se enfrentaban a una realidad: mi amigo no quería a ninguno de ellos allí. Y aunque me pidieron que le llamase y que intentara convencerle de que dejase que fuera su padre el que fuese a ayudarle; él se encerró tras una negativa sin paliativos. Fue entonces cuando su hermano compartió conmigo la respuesta que me hizo entender que las piezas del puzle nunca podrían encajar. Mi amigo sufría esquizofrenia. Había estado en tratamiento y hacía años que por lo visto no había vuelto a tener ningún brote. Su mente se rompía en determinadas circunstancias –siempre relacionadas con algo excepcionalmente violento- y, aparentemente, lo que fuese que no había sufrido durante años le había vuelto a golpear, cerrando su mente a la realidad y al mundo. Por una razón que no tardé mucho en comprender, había dejado una ventana entreabierta desde la que me llamaba. Cogí un avión y fui a buscarle.
Cuando le vi, durante unos minutos que sentí que fueron eternos, no supe qué hacer. Solo tras entender por qué mi amigo me había llamado, acerté a arroparle, apoyarle en mí y ayudarle a dar los primeros pasos para salir de ese caos.

Le convencí para ir a ver a un psiquiatra y le acompañé los primeros días. En la cita inicial, el doctor me preguntó sorprendido cómo había podido montarle en un avión y traerle a España en mitad de un brote psicótico. Le respondí que cuando su mente me enfrentaba con un precipicio, yo le hablaba al corazón.

Me cuesta compartir esto. Y me duele recordar. Pero más me duele tener que soportar que en este país se organicen conferencias y se publiquen libros que relacionen la homosexualidad con un trastorno con el que pretenden explicar el sufrimiento de muchos gays y lesbianas o la mayor tasa de suicidios entre adolescentes LGTB, y que afirma sin el menor rastro de vergüenza que la solución a todos nuestros problemas pasa por “convertirnos” en heterosexuales.

Mi amigo era gay y hasta donde sé, había tenido una infancia y una adolescencia destrozadas por el odio de su entorno y la incomprensión de su familia. Su mente era frágil, pero no más que la de cualquier heterosexual con un trastorno mental. En aquel momento hubo gente que intentó relacionar su condición afectiva y su condición mental; pero el único vínculo que vio el doctor que le trató estaba motivado por el entorno hostil en el que había crecido. Con algo de tiempo, el amor incondicional de sus amigos y la ayuda de su médico, se recuperó totalmente. Mi amigo sigue siendo homosexual. Y muy feliz. Su caso es un ejemplo extremo; pero no el único de amigos gays que han sido víctimas de un odio irracional que les ha llevado a terapia por depresión o intentos de suicidio.

Todos los casos que conozco comparten un mismo pasado lleno de heridas que han necesitado cicatrizar. Las mismas heridas que pretenden “curar” los libros que tratan la homosexualidad como una enfermedad, y que venden El Corte Inglés, La Casa del Libro y Amazon para mayor gloria de una ignorancia basada en prejuicios sin ningún rigor médico. Prejuicios que luchan por hacerse fuertes gracias al apoyo de empresas homófobas como las mencionadas, y al altavoz de la Iglesia y de los medios de comunicación de la caverna ideológica de este país.

La infelicidad y el dolor que pueden sufrir gays y lesbianas por su condición afectiva no tienen origen en dicha condición, sino en el odio y la incomprensión que provocan, en no pocos casos, un insoportable sentimiento de soledad. Y podemos vivir –o sobrevivir- arrastrando muchas cruces; pero no sin sentirnos queridos. Y es ahí donde a otros gays y lesbianas nos toca romper ciertos tabúes relacionados con determinadas heridas y dar un paso al frente para compartir que hubo momentos de nuestra vida en los que tuvimos que pedir ayuda. No por ser gays o lesbianas; sino por sentirnos solos y perdidos en una sociedad que aún levanta barreras y que puede hacernos mucho daño. Porque nuestro silencio es aprovechado por los homófobos para intentar convencer a otros gays y lesbianas de que su orientación afectiva es el origen de sus desgracias, un tumor que afirman saber curar. Y sí, vivimos en una sociedad con tumores muy dañinos: el cáncer de la homofobia, de la transfobia, el del machismo, de la xenofobia o el racismo. Enfermedades todas ellas con cura: la educación en el respeto y la tolerancia.

Mi amigo me llamó porque sabía, o de alguna forma sentía, que yo no le iba a fallar porque le quería. Leí en algún sitio que hay personas a las que los golpes de la vida les han ido rompiendo. Personas que solo necesitan alguien que les dé un abrazo tan fuerte que sea capaz de juntar de nuevo todos los trozos. Yo abracé a mi amigo tan fuerte como pude diciéndole que todo se iba a solucionar, y así fue. Homosexuales, lesbianas, transexuales: para ser felices no necesitamos que nos curen de lo que somos, simplemente que nos quieran por quiénes somos.

Jose Estévez