A menudo se repite el lugar común según el cual las personas trans* habrían nacido “en un cuerpo equivocado”. Eso no es verdad: la verdad es que han nacido en una “sociedad equivocada”. Una sociedad a la que se le ha enseñado a odiar la diferencia y a excluir de su seno al diferente. Pero particularmente una sociedad que ha sido formada para detectar cualquier disidencia respecto del género normativamente impuesto a las personas, y sancionarlo de la manera más cruel posible, inclusive con la desaparición física. A esta forma de odio se le denomina “transfobia”.

La transfobia –entendida como la forma más agravada de odio a la diversidad sexual- se aprende en los mismos sitios que el racismo, la xenofobia o la misoginia: en las casas, en las escuelas, en las iglesias y en la calle. Y se debe desaprender en esos mismos espacios. La transfobia se diferencia de la homofobia no sólo de manera cuantitativa –por la frecuencia, grado y extensión del odio- sino también cualitativa.

La transfobia aparece así como un comportamiento de odio extremo que se origina por la “violación” por parte de la persona trans* del precepto básico de la heteronormatividad –ese mecanismo social de sujeción y dominación que constituye el pilar fundamental del poder patriarcal- a saber, el mito de la división dicotómica y excluyente entre el “varón” y la “hembra” que confina a mujeres y hombres a vivir en compartimientos estancos y sin vasos comunicantes entre ellos.

El patriarcado necesita de la heteronormatividad como el pez del agua. Porque es el mecanismo de supervivencia para el mantenimiento del poder de sujeción y sumisión respecto de la mujer. Y por eso mismo precisa de la perpetuación de la “cárcel del género” como estructura básica de dominación.

Entendemos por “cárcel del género” la imposibilidad o dificultad de apartarse del conjunto de comportamientos estereotipadamente asociados a uno u otro sexo, necesarios para la perpetuación de las estructuras sociales de dominación patriarcales y derivados de la psico-interiorización y “normalización” de tales construcciones sociales. En esta cárcel nos convertimos por una parte en prisioneros incapaces de soliviantar las bases de ese comportamiento; y al tiempo en guardianes de esa misma cárcel del género, dispuestos a atacar y reprimir cualquier intento de conducta que desafíe las reglas de esa cárcel. En este contexto surge una pregunta clave: ¿por qué las personas trans* son objeto de tanto odio hasta el punto de llegar a ser la diana predilecta del odio a la diversidad sexual?

La razón es que las personas trans* desafían –con su sola existencia- la premisa básica de la heteronormatividad: la separación excluyente y exclusiva varón-hembra con comportamientos predeterminados y heterosexualidad obligatoria. Por lo que su sola existencia constituyen un peligro para la supervivencia del patriarcado. Y como tales deben ser atacadas, excluidas y segregadas de manera que dejen de representar un “peligro” para esta forma de dominación.

De allí que los crímenes de odio contra las personas trans sean no sólo más frecuentes que contra el resto de la población LGBT, sino mucho más notorios por su crueldad tanto en los medios como en los resultados.

La ausencia en la mayoría de los países de instrumentos de medición de la criminalidad en contra de la población trans hace, sin embargo, que sea muy difícil cuantificar efectivamente esta diferencia. Esta ausencia de instrumentos de medición deriva de dos circunstancias concomitantes. Por una parte, la ausencia de tipificación de los crímenes de odio, sea como agravante de los crímenes ordinarios, sea como delito autónomo. Y por la otra, la ausencia de una identidad adecuada a su identidad físico-psico-social para las personas trans en la mayoría de los países del mundo donde ocurren estos crímenes de manera recurrente. Es el caso, en América Latina, de Brasil, Colombia, Honduras y Venezuela, países en los que se concentra la gran mayoría de los asesinatos contra personas trans en la región. Al no tener una identidad legal acorde con su identidad de género, estos asesinatos son procesados como crímenes contra hombres o mujeres, según aparezcan en sus documentos de identidad, sin que la investigación ahonde en su identidad de género y las consecuencias de ella sobre la criminalidad.

Es por lo anterior que decimos que las personas trans han nacido en un mundo equivocado.

Pero todo contexto social es susceptible de cambios por medio de políticas públicas efectivas de inclusión y de lucha contra la discriminación y la violencia, tal y como aparece de la disminución relativa de los crímenes de odio en aquellos países en los que se ha logrado una igualdad legal. Y es que la igualdad legal es el prerrequisito de la igualdad fáctica, y del ejercicio efectivo de los derechos ciudadanos. En el caso de las personas trans esta igualdad legal se logra por medio de dos tipos de medidas. Por un lado, a través del reconocimiento de su identidad de género en todos sus documentos de identidad, sin necesidad de requisitos patologizantes, ni de procesos judiciales, ni de operaciones genitales, tal y como ocurre en la Ley de Identidad de Género argentina, que se ha convertido en el nuevo Benchmark de las leyes que reconocen la identidad de las personas trans. Y por otro lado, por medio de la implementación de medidas de acción afirmativa y de leyes contra la discriminación necesarias para la superación de la brecha educativa, social y cultural que afecta a las personas trans, como consecuencia del bullying, el acoso laboral, la falta de oportunidades y la discriminación. Porque la población trans es, sin duda alguna, la más excluida, vulnerada y segregada de todos los grupos que constituyen la llamada diversidad sexual, y probablemente el grupo social más estigmatizado y excluido que exista en la actualidad.

Frente a esta realidad los Estados tienen un deber de actuar. Y la sociedad tiene que promover estos cambios. Siendo la población trans una minoría dentro de las minorías, estos cambios deben ser empujados por medio de alianzas empáticas con otras minorías y con las mayorías que eventualmente entiendan la gravedad de la situación. Esta es la lección que nos ha dejado la lucha de la mujer por el derecho a voto: quienes votaron a favor de este derecho fueron los hombres que para ese tiempo eran legisladores, y que se convirtieron en una mayoría política empática con las demandas de la minoría política que entonces representaban las mujeres, que para el momento eran ciudadanas de segunda clase.

El camino está marcado en sus líneas generales. Pero la innovación y las ideas originales son necesarias. Sabiendo sin embargo que las secuelas y las cicatrices de años y años de discriminación y segregación no pueden ser borradas fácilmente. Esas cicatrices que se llevan en el alma, y que todos los activistas queremos que no sufran las próximas generaciones.

Tamara Adrián Hernández
Profesora de Derecho en las universidades venezolanas Universidad Católica Andrés Bello, Universidad Central y Universidad Metropolitana. Primera mujer transexual que presenta sus credenciales ante la Asamblea Nacional para optar a un cargo de Magistrada de la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia en su país (2010). Presidenta del Comité International Day Against Homophobia and Transphobia IDAHO-T)